Marranadas by Marie Darrieussecq

Marranadas by Marie Darrieussecq

autor:Marie Darrieussecq [Darrieussecq, Marie]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Fantástico
editor: ePubLibre
publicado: 1996-02-15T00:00:00+00:00


* * *

Me entraron unas ganas locas de darme una ducha en algún sitio. La llave de la casa de Honoré la había perdido en la iglesia junto con mis bolsas. El pequeño baño de la perfumería, con su jacuzzi y sus aceites aromáticos, podría encontrármelo ocupado incluso al alba, pues a menudo se usaba para los extras. Desde luego, el oficio tenía sus inconvenientes, el cansancio, el agotamiento. Tenía la extraña sensación de estar flotando. Las calles estaban llenas de barro por culpa de los aguaceros de la víspera y de la degradación crónica de los servicios municipales. Caminaba trabajosamente, intentando evitar los charcos para no ensuciar más mi pobre vestido, y pensaba en un posible hotel, no demasiado caro, quizá al pie de la circunvalación. Pero el barro, no sé, me nublaba las ideas por así decir. Avancé varios centenares de metros y me senté en un banco, en una placita diminuta junto a un aparcamiento. Había una mujer bastante joven que intentaba plegar un carrito para que cupiera en el maletero de su coche. El bebé estaba en el suelo, sentado en una sillita de coche, en medio de un montón de bártulos, maletas, cestas, un capazo, juguetes, paquetes de pañales. Me acerqué. A la mujer se la veía muy cansada, tenía la cara abotagada, con unas placas coloradas debajo de los ojos. El bebé emitía gritos agudos. Quise entablar conversación pero no pude articular nada. Llevaba días y días sin hablar, desde que no había encontrado nada que decirle al cura. Abrí la boca, pero solo conseguí proferir una especie de gruñido. El bebé me miró raro y arreciaron los sollozos. La mujer se atemorizó al verme, como quien dice. Cerró el maletero del coche, aplastando a medias el cochecito, y agarró la sillita con los dos brazos, casi no se la veía detrás. Me incliné sobre el bebé. Lo olisqueé. Olía muy bien, a leche y a almendra. No sé, me habría sentado bien pegarme a las piernas de la mujer y que me hablara con dulzura, y quizá acompañar a esas dos personas adonde quiera que fueran. Empujé al bebé con el morro, la mujer se puso a gritar y el bebé yo ya no sé si reía o lloraba. Me parece, cómo decirlo, que me habría resultado muy fácil comérmelo, clavar los dientes en aquella carne rosadita, o que la mujer me lo diera y yo me lo llevara. Olía tan bien, se lo veía tan fácil de revolcar por el suelo, como un tentetieso de gran tamaño. La mujer soltó un chillido y salió por piernas con la sillita de coche entre los brazos. Todo lo demás lo dejó tirado por el suelo. Me puse a hurgar con el morro. Había un biberón preparado, me lo pimplé en dos segundos, estaba tibio y dulce. El paquete de pañales limpios lo despedacé con el hocico, y en una cesta encontré unas manzanas deliciosas que me supieron a gloria. Destripé las maletas, pero solo contenían ropa.



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